Imagen extraída de Nueva Democracia Tripod |
Se abren unos ojos. Se despierta un mañana.
Se levanta y apaga un despertador programado. Unos pensamientos
recurrentes aparecen, atrofiados por una somnolente toma de conciencia, hasta
que se acercan. Se produce una carga de niveles que van remontando poco a poco
nuestra persona, hasta que las reflexiones y los recuerdos se vuelven nítidos,
transparentes, cohesionados por la imprecación de unos rasgos emocionales que
todo lo marcan.
No hay mala intención, ni siquiera hay propósito
aún, simplemente hay una sensación que se palpa en el ambiente. Hay una vida
que les da soporte. Hay un transcurrir de situaciones que aunque se puedan tornar
en apariencia en insostenibles, por el contrario en otras, nos envuelven y miman
hasta generar en nuestras mentes la absoluta convicción de que todo cuadra y
encaja, todo sale bien.
¿Pero qué ocurre si nos arrebatan la vida? El
ser humano en su continuo transcurrir y dirimir no está preparado para asumir
esa derrota de una guerra que comienza con la pérdida de la inmortalidad. Dejamos
de ser niños cuando de mejor o peor manera “asumimos” nuestra propia muerte, el
porqué de un día que antes o después ha de llegar. Y en ese circo de cábalas,
cambalaches, malabares y trapecios, funambulismos varios; vanos todos ellos,
los vamos jerarquizando de manera inconsciente.
En ese proceso de socialización que
simplificamos bajo el epónimo de la adolescencia es cuando se asientan las
cometas y los lodos de las categorías de nuestra personalidad. Aquellas tratan
de arrastrarnos con fuertes vientos a lugares maravillosos, aún cuando en
ocasiones sean pueriles e imaginados, necesarios no obstante, pues nos animan a
seguir, a continuar a esbozar una sonrisa, a levantar el sol que hace posible
la elucubración de un brillo más intenso para el constante y trabajador mañana,
siempre más optimista que el hoy.
No es casual que el viaje que nos propone
Peter Pan sea flotar y volar en el ínterin de la vigilia y el sueño,
desprenderse del lastre de las preocupaciones del ayer, para comenzar el
despegue de un presente continuo con un denominador común: la ilusión. No
obstante, los barros desestabilizan en ocasiones nuestro equilibrio y nos
provocan un hundimiento, un movimiento sísmico bajo nuestros píes que pierden
contacto con la realidad, sólo que esta vez nos hunden en los infiernos de
Dante, generados por nuestros miedos con el mayor de los desenfrenos.
¿Qué ocurre si en esta ruleta rusa que
algunos llaman existencia, alguien nos la arrebata, con la consecuencia de
truncar que se abran esos ojos, con ese brillo intenso (aunque lagañoso en
ocasiones, pero es nuestro, y le tenemos nuestro apego), evitando que se
despierten las mañanas, devolver sonrisas cuando ayudamos a alguien o que nos
devuelvan auténticas carcajadas, cuando sin querer generamos humor inconsciente
a alguien cercano que emite una sonora algazara por una situación hilarante que
hemos generado (normalmente por ignorancia de algo que para otros es
completamente normal) y de la que nosotros mismos tras apresurar el paso con
vergüenza, por dentro asentimos, nos reímos de nosotros mismos y le damos la
razón al ocasional transeúnte que tanta fuerza se desternillaba?
No hablamos de accidentes, imprudencias, horas
que llegan, ciclos de vida. Aludimos a la intencionalidad de provocar el fin a
otra vida humana y, por supuesto, no es en lo que en derecho se conoce como “legítima
defensa” puesto que nuestra supervivencia estaba en peligro, no. Eso, no.
Nos referimos a quitar la vida, o generar un
contexto de respaldo social a aquellos que la han cercenado, que se chotean y
se ríen de sus víctimas. Hay muchas vidas y muchas formas de vivir o de morir
en vida, pero cuando ésta, el hálito, la física desaparece, no vale ninguna
metafórica. ¿De qué sirve la justificación?
¿Por qué en muchas ocasiones
toleramos e incluso amparamos que alguien no se merecería seguir gozando de
ella? ¿Qué contagio sufrimos? ¿Por qué ni siquiera nuestras leyes, nuestras
normas lo tratan, lo castigan?
Sin embargo se nos llena la boca de paz, una
palabra que se hincha en ella, cómo las palomitas en un microondas, hasta
ocupar todo el espacio, nos deja un aroma a maíz que oculta el almidón y la
sensación de pesadez que aumentará en nuestro estómago hasta la acidez.
“Si esto sirve para que no se vuelva a
repetir…” ¿Qué ocurre si parcelamos nuestra dignidad y como trozos de una tarta
la vamos repartiendo, vamos cediendo hasta qué alguien que no respeta y sin
pedirnos permiso escoja un trozo y se lo coma, riéndose en nuestras propias
narices? Y el resto, con nuestras hilarantes carcajadas habremos convertido la
víctima en verdugo, y el verdugo en víctima de un objetivo la próxima vez de
mayor talla, sin escrúpulos.
¡Qué exagerado! Pensaréis los pocos que aún seguís leyendo
este escrito, salvo quienes habéis perdido un ser querido en similares
circunstancias o estuvisteis a punto de perderlo. Siempre le pasa a los demás,
en un “no echar cuentas”, hasta que te toca de lleno, a partir de ahí uno
madura de golpe, deja de reírse y se abre una ventana a la que asomarse de vez
en cuanto a la que se otorga otra prioridad. En la que se saborea la vida cómo
un buen vino.
Hoy es día de ejercer con responsabilidad un
derecho: el voto. Depositar la confianza en un sistema: el democrático. Plasmar
aquellas mágicas palabras y otorgarles un sentido “libre”, “universal”, “igual”,
“directo” y “secreto”. Para que “ese mañana” podamos seguir despertando a la
mañana, para que nadie nos arrebate nuestra rutinaria vida, para evitar que se
rían los asesinos de nuestras conciencias y de nuestras muertes físicas.
Todos aquellos que puedan votar y que hayan
acabado, o casi intentado desde luego, con la vida de otra persona. Todos
aquellos que les hayan justificado, aunque sólo haya sido en una ocasión y da
igual los motivos políticos, emocionales, nacionales, religiosos o de un largo
etcétera. O dicho de otra forma, todos aquellos que cada día o en algún
instante de sus vidas no votan o no han votado por la vida. Todos aquellos que sacrificaron
su dignidad y la decencia de otros que ya no disponen de ella, por su culpa,
por otra causa, excusa banal, que ellos para tapar sus conciencias consideran
justificada que tengan una cosa clara, sin dignidad o sin respetar la de tus semejantes, que a su vez respetan la tuya, no hay causa que valga la pena.
Por eso yo hoy, voto por la vida, por un
mañana, por otro despertar más, por aprovechar y disfrutar del momento, por
recordar a aquellos que ya no tienen vida, por menospreciar a estos que gozando de existencia ya no poseen tarta
de dignidad. Por ser embajador de una política que no oprime ni castiga, pero
sí premia a quien demuestra que convive en sociedad.
Matar puede salir “gratis” incluso la “conciencia”
puede perdonar. Pero la dignidad no se recompone con una palmadita en la
espalda o con un “venga va, que hay que seguir hacia delante”. No todo vale, no
todo se queda sin consecuencias en esta sociedad, no todos somos iguales, ni es
lo mismo o es semejante. Las miras y la altura moral no se miden por nuestro
respaldo social que aparezca por detrás, sino por lo más o menos alargada de la
sombra que proyecta esos crímenes y que por dentro nos convierte en más o menos
repugnantes, en seres de apego o en vómito pegajoso que es difícil de limpiar. ¡Vota
por la vida!
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