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Canto de sirenas de un mundo cercano I





Canto de sirenas de un mundo cercano
I
Destellos de brillo tenue envolvían a una barcaza creando una atmósfera respirable en su interior. Susurraban un halo mágico producto de un encantamiento que había dispuesto a un pequeño esquife surcar, primero las aguas, después los cielos y embravecida por una huida épica salir hacia el espacio exterior.
La embarcación se deslizaba entre invisibles corrientes magnéticas. Con un rumbo hacia lo inexplorado. El polvo cósmico se difuminaba ligeramente en lo absoluto del vacío, mientras el bote sideral avanzaba veloz e inexorablemente, alejándose de un pequeño planeta. La sinapsis de los gases en la estela, tenía un reducto emocional, melancólico, producto del estado de ánimo de Dagda, su capitán y único tripulante.
Dagda nunca hubiese imaginado efectuar aquel milagro. Con un leve movimiento de manos, dejar su mente en albo y apenas declamar exiguas palabras que aprendió en obras milenarias, había conseguido evitar una muerte segura. El primer sorprendido fue él, cuando presenció con incredulidad cómo aquel sortilegio funcionaba, encabritaba al bote y lo convertía en inaccesible para sus perseguidores.
Recordaba cómo hacía un par lunas, había cambiado mucho el comportamiento de sus vecinos. Toda la aldea se vio zarandeada con la llegada de una singular especie de la que ellos conocían por compendios de viajeros, pero que nunca habían alcanzado a vislumbrar.
La desconfianza prendió entre ellos cómo un fuego en un techo de paja. Algunos se alejaron con los humanos recién llegados y otros no volverían a ser los mismos. No estaban al tanto de lo qué relataban aquellos seres más bajitos, pero no albergaba dudas que lo obtenido fuese bueno cuando la desazón y las enemistades progresaban entre los de su pueblo.
Dos fugaces soles después, se encontraban en una guerra contra esos nuevos inquilinos que así mismo se hacían llamar humanos. Y tras una luna entera ya habían batallado lo suficiente cómo para saber que necesitarían de todo su conocimiento para transformar a un pacífico pueblo en improvisados guerreros dispuestos a defender no sólo su aliento, sino también la forma de vida que llevaron sus padres, la que siempre conocieron y con la que de alguna forma veleidosamente fueron felices.
A él, como a sus semejantes, el ataque final los alcanzó por sorpresa. Dagda estaba en el embarcadero, observando unas plantas acuáticas que flotaban y además mostraban hermosas flores blancas que se abrían cómo para recibir con una cordial bienvenida a cualquier caminante que se parase a contemplarlas.
Hacía un par de soles que no asumían noticias de los invasores por lo que cada uno volvió a reposar y a estar ocupado en las tareas propias anteriores a que estallara el conflicto. Parecía que la calma había vuelto, cómo un paréntesis que les recordaba lo que un día fueron, lo que nunca debieron transformar, al contaminar su esencia por aprensiones materiales que les denostaban, por baratas envidias que les traerían caras consecuencias.
Se levantó una suave brisa, como precediendo a una tormenta. Un guardia, a la entrada de la empalizada de madera que rodeaba la aldea salió apresuradamente hacia sus compañeros amordazados que se agitaban sin rumbo fijo por las vendas en los ojos. Los tejados eran encendidos por teas que arrojaban sin piedad hombres ataviados de guerra. Ante el ruido y tumulto producido por los jinetes, los Tuatha salieron sorprendidos a enterarse de lo que estaba ocurriendo.
Fueron cayendo cómo los cereales en la siega. La sangre y el hedor comenzaban a invadirlo todo. Dagda alzó la mirada en derredor suyo y el espectáculo era espeluznante. Muerte y destrucción engullían a su aldea y a sus habitantes con una velocidad pasmosa.
Sin tiempo para reaccionar cogió su bolsa de herramientas, que nunca abandonaba, y se lanzó a la carrera. Asió una planta que se encontraba en una maceta y sin detenerse se introdujo en una barca varada en la orilla del lago.
Mientras desplegó la vela y salió a soltar el cabo, algunos jinetes se fijaron en él y con odio en sus ojos, con espadas empuñadas en sus manos se lanzaron al galope. Dagda fue consciente de que no gozaría de tiempo suficiente para obtener una exitosa fuga. Las calles rebosaban cuerpos en el suelo, de los que hasta hace muy poco podía llamar sus amigos. Y nada era capaz de detener aquello.
Fue esa razón la que le indujo a actuar con singular velocidad. Sólo algo tan ilógico y descabellado como original tendría algún viso de triunfo como para escapar con vida. Y eso fue lo que intentó. Se acordó, de repente, de un hechizo que había visto en un libro muy antiguo para “Ser más veloz que el viento” cuando una vez puesto en práctica… Funcionó.
(Continuará…)


Chema García Sáez


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